lunes, 25 de abril de 2011

Cosas misteriosas que pasan en Semana Santa... ¿verdad?

Moises no le prestó atención a los cuentos, y se perdió
varios días estando a pocos metros de su casa...
Después de cenar, y ya un poco más descansados de la agotadora jornada agrícola, los campesinos sacan sus tabacos y, sentados en los bancos largos estratégicamente recostados al cancel de la cocina, comienzan a extraer de la memoria de su imaginación fértil y caribeña, los cuentos y recuerdos con que se entretienen mientras el humo oloroso de las hojas secas los van llevando de la mano hasta los dominios tranquilos del sueño reparador.

- El domingo que viene es domingo de Ramos – dice Jóse.
- Oye, verdá. Este año si va rápido- responde maravillado Julio – Y todas las cosas raras que pasan en estos días.

Los otros lo miran con ojos interrogantes esperando una explicación que no llega,
por lo que Jorge, después de una corta pausa, pregunta:

- ¿Cómo así? ¿En cuáles días? –
- Pues en estos de Semana Santa, hombe; ¿es que tú eres pendejo, o qué? –
- No, hermano, es que no había caído en cuenta de que ya viene la Semana
Santa; cálmate. ¿Y qué es lo raro que ocurre en esos días?- dice un poco intrigado Jorge.

      Y lentamente, después de una larga chupada al cabo de su tabaco, Julio comienza a tirar de los hilos de los recuerdos de su ya lejana juventud, mientras sus palabras van cayendo impactantes en las mentes sencillas de su auditorio, que le escucha con la boca abierta:

       - Recuerdo que cuando yo todavía era un pelao que ni siquiera usaba pantalones largos, allá en San Juan causó revuelo lo que le sucedió al compae Moisés Torres que era muy aficionado a la cacería de venado, con perros y todo. Como también era un descreído, un Jueves Santo, cogió la escopeta, silbó a los perros y con ellos se metió al monte a buscar un venado al que le había conseguido el rastro por esos lados. Se pasó el día, se pasó la noche y el hombre no volvió a su casa. Se acabó el viernes con la tristeza en los hombres y en la naturaleza por la muerte del Señor, y, para preocupación de su mujer y de sus familiares, Moisés no apareció por ningún lado.
 El sábado iba transcurriendo entre sentires y decires en voz baja de todos los
vecinos que ya se habían enterado que Moncho estaba perdido, cuando, a eso del medio día, por el arroyo abajo, fue apareciendo, seguido en fila india por sus perros con la lengua afuera, la cola entre las patas  y silenciosos, como si vinieran de un funeral. Sin decir nada, ni media palabra, para desconsuelo de tanto curioso, atravesó el pueblo y se metió en su casa, mientras los perros, también en silencio, por entre los huecos de la cerca, se metieron al solar.
          Después de varios días de suspenso, de chismes y conjeturas, al fin se supo lo ocurrido. Lo contó el mismo Moisés cuando pudo recobrar el habla y el color moreno que se había vuelto cenizo del susto, según decían las malas lenguas.
          Después que se entró al monte el Jueves Santo, a poco encontró el rastro que buscaba. Alegre y a paso rápido empezó a seguirlo con sus perros, esperando en cualquier momento dar alcance al venado, ya que la huella era bastante fresca. Pasó el tiempo, el calor comenzó a apretar y la sed se hizo sentir, y ni la sombra del bendito animal. Cuado se dio cuenta el sol estaba en la mitad del firmamento, era medio día y también el hambre empezaba su trabajo demoledor. Los perros ladraban desesperados por la sed cada vez más acuciante, y, lo inesperado: Moisés no tenía ni idea de en dónde se encontraban. Desde niño estaba acostumbrado a andareguiar por estos andurriales y los conocía mejor que a la palma de su mano. Sin embargo, a medida que caía la tarde, se daba cuenta de que estaba totalmente perdido. Y además hambriento, sediento y el ladrido de los perros lo desesperaba.
          Así pasaron los dos días más terribles de la vida del compae Moncho. Sólo el sábado, poco después de la salida del sol, pudo reconocer el sitio y se dio cuenta de que había estado caminando en círculo con sus perros todo el tiempo. Emprendió el camino de regreso y empezó a pensar en las cosas de la Semana Santa que había escuchado desde niño y de las que él siempre se burlaba, creyéndolas consejas de viejas asustadizas y chismosas:

-          Que si un niño nace en Semana Santa corre el riesgo de ser el Anticristo.
-          Que si te bañas durante estos días en un río o en el mar, el agua se convierte en sangre, o te puedes convertir en pez, o te saldrán escamas en todo el cuerpo.
-          Que si un hijo o hija levanta la mano contra sus padres, se le quedará seca.
-          Que si te vistes de rojo te identificas con el diablo.
-          Que si barres el suelo estás barriendo el rostro de Cristo.
-          Que si se tienen relaciones sexuales en esos días, la pareja puede quedarse unida para siempre.
-          Que si uno le saca la lengua a sus padres, se le convierte en lengua de culebra.
-          Que si se da un machetazo a un árbol, de éste brotará sangre.
-          Que si te alteras o siquiera regañas a un niño en esos días, se te presentará el diablo, llamado por la ira.
-          Y uno positivo: Que si te motilas el Viernes Santo, tendrás un cabello hermoso y saludable.

Hasta aquí la vívida narración de Julio que había mantenido en vilo a sus oyentes,
campesinos como él, y, como él creyentes con la fe simple y sencilla de los preferidos de Jesús.
     
       Todas estas creencias, mitos o leyendas, o como quiera llamárselas, que por tiempos seculares han sido mantenidas y alimentadas por la imaginación desbordante de nuestro, ahora llamado “realismo mágico”, con su mucho de paganismo, no dejan de tener un fondo de respeto y religiosidad por los hechos grandiosos y misteriosos que en estos días santos conmemora la Iglesia Católica. Y sirven, de alguna manera, para despertar en nuestras gentes la conciencia de que es necesario no olvidarse de que existe un Dios que nos quiere hasta el delirio, y que, por su infinita misericordia y gratuitamente, se entregó a los más atroces sufrimientos, sólo por rescatarnos del pecado y devolvernos, así, la libertad perdida, el don más preciado que podemos tener.

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