TENEMOS
OBLIGACIONES
Los cristianos tenemos el deber de defender, aun a costa de
nuestra seguridad y de nuestra propia vida, el principio de la inviolabilidad
de la vida, en cualquiera de sus etapas evolutivas, desde el momento mismo de
su concepción hasta el instante mismo de su último estertor. Aquí no valen las
excusas de “la muerte digna”, del “hijo no deseado”, de que “la mujer es dueña
absoluta de su cuerpo”, de que “la vida sin calidad no es vida”. Habría que
comenzar por definir qué es “calidad de vida”. Y cuando no se desea tener un
hijo porque no se quiere o porque no se puede o por cualquiera otro motivo,
existen soluciones mucho más humanas, como podría ser la adopción, que
sacrificarlo por medio del aborto pre-parto o por un aborto post-parto, que no es otra cosa que un
asesinato, como ya desgraciadamente, se llegó a proponer en algún país europeo,
olvidando, o talvez recordando, que en el antiguo Egipto, según nos cuenta la
Biblia, los faraones mandaban asesinar a los hijos varones de los israelitas
porque ese pueblo estaba creciendo mucho y podría llegar a sublevarse
–recordemos el origen de Moisés-, y la historia nos enseña que en la Esparta de
los tiempos del legislador Licurgo a las niñas se las mataba, porque lo que
necesitaban eran guerreros para sus planes expansionistas de conquista.
Los cristianos tenemos el deber de defender la constitución
de la pareja humana como fue desde el principio en la mente insondable y
perfecta de Dios, fuente y origen de la vida, hasta ahora no desmentido por la
ciencia, basada en la complementariedad de los dos géneros sexuales realmente
existentes: hombre y mujer, varón y hembra. Cada miembro de la pareja humana,
dentro de la igualdad de género, está destinado para cumplir, cada uno, una
función distinta, necesaria y complementaria para el normal y completo y sano desarrollo
de la unidad familiar, célula madre de la sociedad, y para lo cual una pareja de
“hombre con hombre” o “mujer con mujer”, como diría la confundida reina, no
está naturalmente preparada.
Los cristianos tenemos el deber de promover una sociedad más
justa para que pueda darse una verdadera paz entre iguales, teniendo en cuenta
que la primera regla de la igualdad es, precisamente, la equidad. No alcanza a
satisfacer de igual manera las necesidades básicas, un salario de un millón de
pesos, para una pareja sola que para una pareja con uno o dos hijos.
Los cristianos tenemos el deber de no callar cuando conocemos
del hambre que tantos padecen y que inmisericordemente conduce hasta la muerte,
no por falta de recursos, sino por el egoísmo de quienes han creído ser los
únicos dueños de ellos, olvidándose, convenientemente, de que no son mas que
administradores de los mismos, y de la función social que toda riqueza debe
cumplir para el desarrollo armónico del bienestar de los pueblos. Desde el
Egipto antiguo los faraones, bajo el modelo establecido por José el hijo de
Jacob y vendido por sus hermanos, durante el tiempo de las “vacas gordas” y
aprovechándose del dinero que tenían en sus arcas, compraron toda la producción
de trigo del país y de los países vecinos. Y cuando llegaron las “vacas
flacas”, los tiempos de la escasez y de la hambruna, abrieron sus graneros y
comenzaron a vender, al precio fijado por ellos, el trigo conseguido a precios
de oferta abundante, esto es, los más bajos posible del mercado. Y cuando el
dinero se les acabó a los compradores, el faraón les recibió sus bestias y
ganados y aves de corral y, por último, sus tierras a cambio del preciado
grano. Y cuando ya nada de esto les quedó a los pueblos compradores, tuvieron
que entregarse ellos y sus familias, como esclavos, para el servicio de los
egipcios constituidos así en grandes explotadores de los desposeídos, en un
modelo perfecto de lo que hoy, casi tres mil años después, estamos viviendo en
todo el mundo.
Pero ahora, como entonces, el clamor del pueblo explotado
será escuchado, y el Dios de Abraham y de Jacob, el Padre Bueno y
Misericordioso, se acordará de su promesa y, como Él no puede faltar a ella, el
Hijo que envió al rescate saldrá victorioso, lo librará de sus opresores y lo
llevará hasta la tierra prometida, donde “no sólo habrá comida y bebida, sino
justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo”.
¡! Ese es el Reino de Dios y esa es nuestra fe. Cumplamos con
ella ¡!
Jesús M. Ruiz A.
Octubre 3 de 2012
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