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Comprendí al fin que la perfecta alegría no reside en saber el idioma de los ángeles, o en caminar por el mar, tampoco está en curar ni en predicar en lenguas, tampoco se halla en poder realizar cualquier tipo de milagros. La perfecta alegría reside en vaciarse del propio ego.
Cuando estoy completamente vacío no hay obstáculo para que el todo me llene. El todo es la esencia, el amor, y solo el amor da la paz absoluta que genera la perfecta alegría. Cuando no me busco no conozco el dolor; en cambio, cuando me busco a mi mismo en forma egoísta, es inevitable que me encuentre con él.
Cuando me paseo hasta el punto de no querer nada para mí, soy verdaderamente libre, colocándome más allá de toda dualidad como lo es el gozo y el dolor, la vida y la muerte.
En ese punto logro unificarme con el poder y entonces vida y muerte son parte de uno. Y allí, en esa paz fresquísima me encuentro en la perfecta alegría. Pues ya estoy más allá de lo circunstancial y me da igual mendigo o rey, rico o pobre, negro o blanco.
El vacío interior genera nuestra verdadera forma esencial. Gracias, Hermano Francisco, por haberme animado a ser tú mismo y habérmelo enseñado a mí; gracias por tu fresca sonrrisa.
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